Con el conocimiento de cómo era se acercó al espejo y miró lo que
éste reflejaba.
Se miró largamente; miraba atentamente su cara, no era
precisamente bonita, tenía grandes y almendrados ojos marrones, su nariz era
recta y pequeña, pero no lo suficientemente delicada, sus labios demasiado
llenos, su rostro era alargado, la piel salpicada con muchas pecas y unas
manchas de sol como las que le salen a las mujeres embarazadas. Esa era su
marca, su desdicha.
Su cuerpo no era delgado, tampoco era gruesa.
Su pecho no era gran cosa.
Siguió bajando la mirada hacia su abdomen, tenía algunos rollitos,
sus caderas eran amplias, su trasero gordo y sus piernas rollizas.
No le gustaba lo que miraba. Volvió la mirada hacia arriba en su
reflejo, su cabello era una maraña alocada, era castaño con reflejos rubio
ceniza y mechas que alternaban entre los dos colores, se rizaba de la mitad
hacia abajo y lo usaba largo.
Seguía haciendo un examen exhaustivo de su apariencia e iba
entristeciéndose cada vez más.
No entendía que atractivo podía ver alguien en ella.
Quería sentirse un poco atractiva ante sus propios ojos, nunca se
había sentido de esa manera hacia sí misma, aunque era consciente de que alguna
vez lo fue, cuando aún no estaba marcada.
Miraba fotografías viejas, esas donde aparecía con la gente que
alguna vez había amado y se miraba atractiva.
«-Tal vez esa sea una de esas cosas que te hace el amor» Pensó la
chica.
«El amor hace resplandecer a las personas, o eso dicen, ¿no?»
Se sintió aún más hundida ante aquellos pensamientos.
Realmente había amado con todas sus fuerzas, pero su inseguridad y
sus miedos habían terminado por alejar a aquellos a los que tanto había
querido.
Estaba de alguna manera resignada a estar sola, no porque no
le gustase el sexo opuesto, o porque fuera incapaz de querer, sino por tener la
plena convicción de no ser buena para nadie, ni siquiera para sí misma.
Demasiado posesiva, demasiada celosa, demasiado intensa,
demasiado perspicaz. Todo lo que no debería tener nadie en demasía, ella lo
tenía como para comenzar un negocio de exportación y hacerse asquerosamente
millonaria.
Había tenido en su vida personas realmente buenas, pero ella
no era digna de ellos y por desgracia de ella ellos terminaban dándose cuenta.
Nadie estaba dispuesto a luchar contra su lado oscuro. Nadie nunca lo haría.
Estaba segura como el infierno que ella sería capaz de
luchar contra las adversidades, las aversiones, complejos y contra cualquier
cosa que enturbiara el bienestar de alguien a quien ella amase, pero no podía
luchar por ella misma, porque pensaba que no era digna de tal cosa.
« ¿Para qué? No vale la pena» Pensaba siempre.
Con esa tristeza instalada en su pecho y acostumbrada a sentirse
de esa forma se vistió y salió a la calle a enfrentar un nuevo día con los
audífonos puestos, aislándola del mundo y de sí misma, para vivir el día como
cualquier otro.
Caminaba viéndolo todo sin mirar nada.
Ahí estaba él, en el mismo café de todos los días, tan lejano de
ella como siempre, tan apuesto y fuera de su alcance. El la miró y ella retiró
la mirada avergonzada por haberlo mirado, con su feo aspecto y sus marcas.
Él siguió mirándola con melancolía, sin entender por qué ella
hacía exactamente lo mismo todas las mañanas, luego se iba antes de que él
pudiese decirle nada.
Iba todas las mañanas al mismo café para verla aunque fuese un
momento, con la esperanza de que ella algún día lo mirase por más de cinco
segundos, de poder hablarle o siquiera saludarla.
Ella siempre se iba de la misma forma.
Ellos nunca conocieron lo que el otro sentía.
Siempre coincidiendo, nunca hubo contacto.
No se reconocieron.
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